8.8.05

CALDERÓN DE LA BARCA (La vida es sueño):

SEGISMUNDO:
¡Ay mísero de mí, y ay infelice!
Apurar, cielos, pretendo,
ya que me tratáis así,
qué delito cometí
contra vosotros naciendo.
Aunque si nací, ya entiendo
qué delito he cometido;
bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor,
pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.

¿Es un delito haber nacido? ¿Es un pecado? ¿Es una culpa?
Un delito sería si fuese la transgresión de alguna ley; un pecado, si fuera un hecho contrario a la voluntad de Dios; una culpa, si fuera un hecho voluntario mío que reconozco como opuesto a la voluntad divina.
No es ninguna de estas cosas, evidentemente, pero puede considerarse como un hecho que abunda en la imperfección, en la gran imperfección en que consiste todo lo finito, lo limitado, que por naturaleza está lleno de maldad y sufrimiento.

Pero todo esto que existe, de lo que formamos parte al nacer, ¿se ha producido espontáneamente o por voluntad de Dios?
Si se ha creado por "emanación" involuntaria de Dios, por sobreabundancia suya involuntaria, entonces puede considerarse como un "hecho que está ahí": bueno por su procedencia, malo en cuanto se separa o aleja de ella, en cuanto "ha caído" desde su altura o perfección suprema. Entonces su único afán tiene que ser volver a elevarse hasta reintegrarse nuevamente en Dios.

Pero no; nosotros creemos en un acto voluntario positivo de Dios, al crear el Universo. Por eso, todo cuanto existe es esencialmente, o potencialmente, bueno. "Y vio Dios que era bueno". Nosotros hemos sido queridos por Dios, aunque seamos imperfectos. Lo que pasa es que no hemos sido creados imperfectos para permanecer siéndolo, sino para progresar hacia la perfección.

La voluntad de Dios ha sido: primero rebajarse, anonadarse hasta aceptar la imperfección, el azar, la nada, para que lo finito pudiera existir. Pero esto finito está lleno del espíritu de Dios, -en su intimidad más íntima, más que revoloteando por encima-, que lo empuja incesantemente hacia la trascendencia, hacia la emergencia de Dios mismo. Este es el segundo movimiento de la voluntad divina. Se manifiesta en las tendencias que provoca en los distintos niveles de emergencia: en las tendencias hacia organizaciones cada vez más complejas en el ámbito de la materia inanimada, en el impulso a constituir organismos auto-organizados y ecosistemas en el ámbito de los seres vivos, en el perfeccionamiento de los sistemas sensitivos y nerviosos que condujo a la conciencia y al pensamiento, y, en el ámbito humano, en las tendencias éticas, estéticas y cognitivas.

Esas tendencias representan, pues, la acción inmanente del espíritu de Dios, la realización de su voluntad. Toda resistencia u oposición a ellas es una contradicción de la voluntad de Dios, un pecado.

Por eso, nuestro nacimiento no es un pecado, sino un hecho producido de acuerdo a la voluntad de Dios, al seguir nuestros padres las tendencias naturales causadas por el espíritu de Dios. Pero nuestra vida no ha aparecido para permanecer quieta en sí misma, en su imperfección, sino que debe irse transformando según sus tendencias físicas, biológicas y humanas, hacia su perfección. En cuanto opone resistencia o se aparta de esas tendencias, aparece el mal, el pecado.
Lo que persigue el espíritu de Dios es el progreso global del universo hacia Dios, de lo cual el fenómeno humano es parte esencial, pero no parece que ello exija la perfección particular de cada individuo humano. Más todavía, parece necesario que todo individuo sea desechado después de cumplir su papel infinitesimal en el gran drama. La muerte individual es una consecuencia o requisito necesario del progreso de la especie, del ecosistema, del universo.

Contra esto nos rebelamos -¿lógicamente?, ¿insensatamente?- los individuos autoconscientes. Quisiéramos ser perfectos, como Dios; o –más modestamente- quisiéramos poder vivir siempre felices.
Hay una angustia, una incomprensión, una rebelión irreprimible contra ese orden divino que así nos sacrifica.

Pero, lo que muchos no sabemos o no queremos creer, es que Dios nos comprende. Aunque seamos desmesurados e insensatos, se solidariza con nosotros. Y nos anuncia la Buena Noticia: que no sólo el universo, sino incluso los individuos mismos –nosotros- alcanzaremos la trascendencia en Él, y podremos ser felices para siempre como deseamos.
Porque Él nos ama, y no ha dudado en implicarse personalmente en nuestra redención.

¿Cómo podemos entonces desear no haber nacido? Él mismo deseó nacer por amor a nosotros. Y sólo del que lo rechazó y traicionó dijo: "más le hubiera valido no haber nacido". Pero incluso a ese traidor, y a todos nosotros –que también solemos traicionarlo-, Él nos hará "nacer de nuevo" con la gracia de su Espíritu. Nuestro anterior nacimiento será rehabilitado porque volveremos a ser como niños y entraremos riendo a retozar en las verdes praderas de su Reino.

Por eso podemos sentirnos culpables. Por desconocer su amor, por rechazarlo, e incluso retroactivamente, por no haberlo conocido. La culpa es un lujo de la conciencia, de la libertad humana. Puesto que tenemos voluntad propia, podemos sentirnos culpables de no hacer la voluntad de Dios. Y su voluntad ahora es: "amaos unos a otros como Yo os he amado". Cuando actuamos en contra de esa voluntad –o sea casi siempre-, pecamos. Y si somos conscientes de nuestro pecado, somos culpables. Y si tenemos en cuenta su gran amor, nos arrepentimos. Pero es una "feliz culpa", pues mereció tan grande redención.
"Si tu corazón te condena, Dios es más grande que tu corazón".

Una trampa para la conciencia es ignorar su culpa, negar su libertad, autojustificarse. Efectivamente, existen falsas culpas, escrupulosidades y responsabilidades producto de morales cerradas. Pero no hay confusión posible en el Evangelio: la verdadera culpa consiste en la ofensa hecha a Dios al ofender a los demás. Sólo Dios es quien nos puede justificar –no nosotros mismos- si tenemos fe y le pedimos que perdone nuestras ofensas en la medida en que "nosotros perdonamos a los que nos ofenden".
Así pues, ¿somos culpables? Pensemos en quienes hemos ofendido, y a quienes podemos estar ofendiendo, y perdonemos a los que nos han ofendido a nosotros.
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