29.8.05

1. (Tomado del Génesis):

Érase un anciano de noventa y nueve años llamado Abram; su mujer Saray era casi tan anciana como él, y no podía tener hijos. Abram tuvo una visión de Dios que le decía: "Mira al cielo y cuenta las estrellas, si puedes; así de numerosa será tu descendencia; ya no te llamarás Abram sino Abraham: "padre de muchos", y tu mujer se llamará Sara: "madre de reyes". Abram --ahora Abraham-- se echó a reír; y cuando se lo contó a su mujer --ahora Sara--, ella también rió de sorpresa e incredulidad: ¡Cómo iban a tener hijos ahora que eran tan viejos!
Pero así fue: Sara concibió y tuvo un niño al que pusieron el nombre de Isaac: "Dios ríe". Ella, y también Abraham, rieron de alegría junto con Dios.

(Pasó el tiempo. Isaac creció hasta convertirse en un muchacho.)
Y Dios habló a Abraham y le dijo: "toma a tu querido hijo Isaac, llévalo al monte Moria y una vez allí, sacrifícamelo". Abraham obedeció a Dios; fue al monte, construyó allí un pequeño altar, puso sobre él a Isaac atado, y tomó el cuchillo para inmolar a su hijo.
Pero Dios intervino para impedirlo. Habló a Abraham, por intermedio de su ángel, y le dijo: "Detente, no alargues tu mano contra el niño, no le hagas nada; que ahora sé que tienes una gran confianza en mí, puesto que no me has negado a tu único hijo." Entonces vio Abraham a un carnero trabado en un zarzal por los cuernos. Fue, tomó el carnero, y lo sacrificó en lugar de Isaac; y llamó a aquel monte "Dios provee".



2. (Poema teológico)
Dios ríe

Si nos remontáramos imaginariamente, en alas de la ciencia,
al momento primero del universo,
aquel en que solamente había vacío, sólo una nada, ¿acaso virtualidad?,
hubiéramos pensado, sin duda, que de esa nada, nada podía esperarse,
que era más yerma y estéril que una mujer anciana de noventa años.

Pero, ¡he aquí que ese vacío cuántico fluctúa
y produce el espaciotiempo con sus dimensiones, y los campos de energía-materia!
Nuestra risa de incredulidad se transforma en risa de sorpresa y regocijo.
Y Dios ríe. Y Dios vio que era bueno.

Después, reímos al ver emerger partículas, átomos y moléculas,
elementos, galaxias, estrellas y planetas.
Y vio Dios que era bueno.
Y Dios reía.

Pero cuando más hemos reído es cuando hemos visto cómo,
de la vastedad de gases y de rocas,
del torbellino incandescente y de las gélidas soledades,
emergía un puntito de vida.

Allí apareció esa fuente inagotable de maravillosa complejidad,
esa célula procariota y eucariota,
ese programa de creciente organización y conciencia,
esos sutiles organismos,
esos delicados, hermosísimos, tiernísimos seres vivos:
queridas plantas, queridos animalitos, queridos pájaros, queridísima Naturaleza.
Surgida de lo que parecía inerte y frío.
Alegre como malabarismos que vienen a disipar el tedio.

Y hemos visto, con Dios, que era bueno.
Y con Él hemos reído.

Ya no hubiéramos esperado otra cosa, de no caer en la cuenta
de nosotros mismos.
Nada más irrisorio e improbable que nuestra propia libertad,
en medio del determinismo de la materia y el instinto.

Aparece en el mundo ese hijo imposible, ese Isaac inesperado: el Hombre.
Y, satisfecho de su obra, bondadosamente, Dios ríe.

Entonces reparamos en que somos imperfectos y desgraciados.
Que hemos nacido para una existencia de sufrimientos e injusticias.
Que somos culpables, ínfimos y efímeros.
Que, como individuos, hemos de ser sacrificados al proceso.
Que el proceso mismo parece conducir a la disolución de toda existencia y de todo valor.
Que este universo es indiferente a nosotros, que volverá al vacío.
Que hemos sido creados para ser víctimas de un sacrificio en aras de un Dios cruel.
Ahora, pues, ya no reímos.
Ahora lloramos.
Como Isaac sobre el altar,
cuando vio que el cuchillo de su padre se cernía sobre su garganta.

Pero Dios tampoco ríe. También Dios ahora llora.
Todo era bueno porque Él es bueno.
No es cruel.
Nos pide que confiemos en su intención y en su poder.
Cuando todo parece perdido y triste, Él puede volver a hacernos reír.
Todavía se reserva su mayor malabarismo.

Él mismo aparecerá, como última sorpresa,
en la cima del proceso.
Tendrá todo el poder sobre todas las cosas.
Tendrá el poder de detener el sacrificio.
Llora al ver a Isaac atado, e impedirá que perezca degollado por Su propio cuchillo.
Ha proveído otra víctima para el sacrificio: Su Hijo amado, Su Cordero inocente,
para así solidarizarse con nosotros.

Creará un nuevo universo, más regocijante que el antiguo.
Nos rescatará de la nada. Nos liberará de todas nuestras ataduras
y nos invitará a una mesa de banquete,
donde comeremos con Él de Su Cordero
en indecible amor y armonía.

Entonces Dios reirá.
Y nosotros volveremos a reír.
Y no pararemos nunca de reír.

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10.8.05

TRES VISIONES METAFÓRICAS

Primera Visión Metafórica:

Un espacio infinito lleno por completo de algo indefinible e inefable, que por lo tanto no pretendemos describir, y que denominamos "Todo".
(Ain-sof, Apeiron)

El Todo "es": así expresamos nuestra visión inicial, que consideramos una imagen metafórica de Dios.

Pero en un punto o región de ese espacio infinito, Dios produce un hueco, o agujero, o grieta, o desgarramiento, o burbuja.

En ese punto ya no "es" el Todo. El Todo se ha retirado de ahí.


Donde había "ser" hay ahora "no-ser", esto es, nada. Allí el Todo se ha hecho nada, se ha anonadado. Este anonadamiento, aniquilación, rebajamiento, contracción, o vaciamiento, de Dios, se llama "Tzimtzum" o "Kenosis".

La kenosis es una acción positiva voluntaria de Dios. De no ser por ella, sólo habría el Todo, estable e inmutable, infinito y eterno. Pero en dicho punto ya no es el Todo, sino la nada.

Sin embargo, la nada no "es". La nada no puede "ser". Por eso, en ese punto o región no puede haber algo que "sea" sino algo que "deviene": un proceso que tiende a colmar el vacío, a reparar lo roto, a restaurar el ser. (Tikún, Anaplerosis).

De no ser por la continuada acción voluntaria de Dios, la kenosis sería borrada "instantáneamente"; el Todo sería restaurado "de inmediato", puesto que el predominio del Todo sobre la nada es infinito.

Pero Dios quiere que haya un proceso mediato de restitución, que llamamos "devenir". Es el proceso mediante el cual el "no-ser" busca llegar al ser, el caos busca al cosmos: el "proceso cósmico".

La potencia de Dios que crea al proceso cósmico es el "espíritu de Dios". Su obra es primero acción de anonadamiento y luego de restauración paulatina, de ansia impetuosa por el Todo, voluntariamente moderada para posibilitar el proceso. Acción de "ágape" y "kenosis", y luego de "eros".

Una moderación que implica aceptar resistencias y espontaneidades que obstaculizan y demoran la restitución completa del Todo. Es así como el espíritu de Dios crea el espacio-tiempo y admite el azar, aunque sólo para vencerlo mediante su amorosa providencia.

Así pues, la voluntad de Dios ha sido: primero rebajarse, anonadarse hasta aceptar la imperfección, el azar, la nada, para que lo finito pudiera existir. Pero esto finito está lleno del espíritu de Dios, que lo empuja incesantemente hacia la trascendencia, hacia la emergencia del Todo, que es Dios mismo.

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Segunda Visión Metafórica:

Un inmenso volcán en erupción, metáfora del proceso cósmico de evolución creadora.

La lava empuja y asciende por su interior, como el espíritu de Dios por el interior del Proceso, a través de numerosos niveles de emergencia, hasta eruptar finalmente en el nivel último que alcanza la trascendencia.

La trascendencia final es la Novedad Última: Dios, cuya metáfora es la erupción que brota de la cúspide. Así, el volcán es el monte donde se manifiesta Dios.

El proceso evolutivo ha solido ser representado por un monte, o pirámide, o cono. O por un árbol cuyas ramas son familias y géneros de especies, entroncándose y enlazándose según avanza y se expande la evolución.

Un árbol que en nuestra visión se inscribe dentro de la montaña, y cuya savia es la lava, el espíritu de Dios. Una savia de fuego, que no consume sino alimenta al árbol de la vida. Imagen que nos recuerda inevitablemente aquella zarza ardiente –o arbusto ardiente- donde se revela Yahvé a Moisés.

Desde la cúspide de esta altísima montaña, desde la cima del proceso creativo, desde las alturas, Dios se asoma y atiende al clamor de sus criaturas, que aparecen y desaparecen durante el Proceso, como ínfimos y efímeros chisporroteos de lava.

Y Dios se compadece de sus criaturas, y quiere hacerlas compartir su trascendencia, y derrama de arriba a abajo su espíritu redentor hasta llegar a todas ellas. Como la lava que se derrama por las laderas del volcán.
(Acción de -segundo- ágape y kenosis)

Es el monte Moria –este volcán- donde el individuo humano es sacrificado en aras de Dios, en aras del Proceso, cuando este mismo Dios acude presuroso a socorrerlo.

Es el monte Horeb –este volcán- donde Dios habla al hombre para revelarle su nombre y prometerle la redención.

Es el monte Sión –este volcán- donde Dios construye su ciudad santa y su templo, para habitar cerca de los hombres.

Es el monte Calvario –este volcán- donde Dios ama hasta el extremo a sus criaturas, muriendo como ellas para que ellas vivan como Él.

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Tercera Visión Metafórica:

Un gran cristal incandescente inmerso en una solución.

El gran cristal tiene en su centro una figura de hombre: es el Hijo-del-hombre crucificado/resucitado. Sus brazos en cruz son los ejes del cristal, y quieren extenderse hasta abrazar toda la solución.

La solución va cristalizando. Aparecen miríadas de minúsculos cristalitos que flotan en ella, atraídos por el gran cristal central.

Cada cristalito lleva también en su centro una figurita humana.

Los cristalitos que llegan a alcanzar al Central, se adhieren a Él, se integran en Él. Y así, el gran Cristal incandescente va creciendo.

Está hecho de multitud de cristalitos apiñados en torno de su Centro, unidos estrechamente entre sí sin llegar a estar fundidos, bañados todos por el mismo fulgor incandescente. Los cristalitos palpitan y crecen incesantemente.

El gran Cristal no es frío ni rígido. Es cálido, blando y suave, como tierna carne viviente. Es un Cuerpo que siente y sustenta amorosamente a sus cristalitos miembros.

Su fulgor incandescente es la sangre espiritual de ese Cuerpo, que fluye inagotablemente desde su Centro para vivificar a todos sus miembros.

Su resplandor es una armonía indecible.

Los cristalitos que nadan todavía por la solución perciben el llamado seductor de esa armonía. Se dirigen presurosos hacia ella; quieren adherirse a ella para incorporarse al gran Cristal y crecer en Él.

Lo conseguirán. Seguro que todos lo conseguirán. El gran Cristal crecerá hasta abarcar finalmente toda la solución. Entonces será el Todo en todas partes.

Y allá estaremos también nosotros. Estaremos riendo y cantando.
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MEDITACIÓN

Tzimtzum y Tikún, Kenosis y Anaplerosis

A la cuestión filosófica fundamental de Leibniz: “¿Por qué existe algo y no más bien la nada?”, que es de índole negativa porque supone la nada como concepción natural básica de la imaginación, oponemos la cuestión positiva: ¿Por qué existe algo y no más bien el Todo?

Partiendo del Todo -infinito, eterno y perfecto- como concepción natural básica, sólo podemos concebir la existencia de algo como anonadamiento o vaciamiento de ese Todo, para provocar un vacío, una nada, que necesariamente tiene que llenarse, repararse, e ir restituyendo al Todo en todas partes.

Al principio, pues, sólo era el Todo infinito: (Ain-sof, Apeiron) Dios. Decidió anonadarse. ¿Por qué? –Por amor-ágape: donación de Sí mismo. Este anonadamiento ha sido llamado Tzimtzum (misticismo cabalístico judío de Isaac Luria) o Kenosis (teología cristiana inspirada en San Pablo, Urs von Balthasar y Luria, de Jürgen Moltmann y otros).

La restauración, que sigue por necesidad (Ananké) al anonadamiento de Dios, se llama Tikún o Anaplerosis. Como es voluntariamente moderada por el espíritu de Dios, causa un proceso: la Creación del Universo, el Proceso Cósmico. Su objetivo, o Telos, es el evento último o Escatón: la restitución o restauración del Todo en todas partes, llamada Apocatástasis.

Pero, debido al amor benevolente de Dios hacia sus criaturas, que parecen destinadas al sacrificio en el interior del Proceso, hay una segunda Kenosis, complementaria de la primera que condujo a la Creación, y que conduce –esta segunda- a la Redención.

La “segunda Kenosis” es la encarnación de Dios, plena y auténtica, en un ser humano: Jesucristo, hasta su muerte en cruz (a esto alude San Pablo en el segundo capítulo de su epístola a los filipenses). Y la “segunda Anaplerosis”, restitución o restauración, es la resurrección de Cristo con la consiguiente Anacefaleosis: recapitulación y recaudación de todas las criaturas en el Cuerpo Místico de Cristo resucitado.

Ha sido, como la primera, por Ágape de Dios, por amor solidario que hace donación de Sí, seguido de amor impetuoso –aunque voluntariamente moderado- que busca la reparación: el Eros del espíritu de Dios. Y su Telos es el mismo Escatón de la primera: la Apocatástasis, puesto que el Cuerpo Místico de Cristo, donde queda incorporada la Humanidad y la Creación entera, se someterá finalmente a Dios para que sea restaurado el Todo en todo (como enseña San Pablo en su primera epístola a los corintios).

Notamos que hay un momento culminante: en la cruz de Cristo, en su abandono por parte de Dios, convergen y culminan las dos Kenosis. Dios se anonada al encarnarse totalmente en un ser humano que sufre y muere, y se anonada también al abandonar a ese hombre –Sí mismo- a su sacrificio como criatura sometida a las duras leyes de la humanidad y la naturaleza.
Pero, por ser Dios quien es, hay por necesidad, por Ananké, una restauración, la Anaplerosis, que es también doble: la resurrección de Cristo, segunda Anaplerosis, provoca la culminación de la primera: la resurrección de toda la humanidad y la renovación de la Creación entera, mediante la Anacefaleosis para la Apocatástasis.

Así ha sido según la “lógica” de Dios, quien quiso ser Padre, engendrar su Hijo, emitir su Palabra (Logos, Verbo), “modulándola” en su aliento (Ruah), su exhalación, su Espíritu, para ejecutar un Plan de amor benevolente.

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8.8.05

CALDERÓN DE LA BARCA (La vida es sueño):

SEGISMUNDO:
¡Ay mísero de mí, y ay infelice!
Apurar, cielos, pretendo,
ya que me tratáis así,
qué delito cometí
contra vosotros naciendo.
Aunque si nací, ya entiendo
qué delito he cometido;
bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor,
pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.

¿Es un delito haber nacido? ¿Es un pecado? ¿Es una culpa?
Un delito sería si fuese la transgresión de alguna ley; un pecado, si fuera un hecho contrario a la voluntad de Dios; una culpa, si fuera un hecho voluntario mío que reconozco como opuesto a la voluntad divina.
No es ninguna de estas cosas, evidentemente, pero puede considerarse como un hecho que abunda en la imperfección, en la gran imperfección en que consiste todo lo finito, lo limitado, que por naturaleza está lleno de maldad y sufrimiento.

Pero todo esto que existe, de lo que formamos parte al nacer, ¿se ha producido espontáneamente o por voluntad de Dios?
Si se ha creado por "emanación" involuntaria de Dios, por sobreabundancia suya involuntaria, entonces puede considerarse como un "hecho que está ahí": bueno por su procedencia, malo en cuanto se separa o aleja de ella, en cuanto "ha caído" desde su altura o perfección suprema. Entonces su único afán tiene que ser volver a elevarse hasta reintegrarse nuevamente en Dios.

Pero no; nosotros creemos en un acto voluntario positivo de Dios, al crear el Universo. Por eso, todo cuanto existe es esencialmente, o potencialmente, bueno. "Y vio Dios que era bueno". Nosotros hemos sido queridos por Dios, aunque seamos imperfectos. Lo que pasa es que no hemos sido creados imperfectos para permanecer siéndolo, sino para progresar hacia la perfección.

La voluntad de Dios ha sido: primero rebajarse, anonadarse hasta aceptar la imperfección, el azar, la nada, para que lo finito pudiera existir. Pero esto finito está lleno del espíritu de Dios, -en su intimidad más íntima, más que revoloteando por encima-, que lo empuja incesantemente hacia la trascendencia, hacia la emergencia de Dios mismo. Este es el segundo movimiento de la voluntad divina. Se manifiesta en las tendencias que provoca en los distintos niveles de emergencia: en las tendencias hacia organizaciones cada vez más complejas en el ámbito de la materia inanimada, en el impulso a constituir organismos auto-organizados y ecosistemas en el ámbito de los seres vivos, en el perfeccionamiento de los sistemas sensitivos y nerviosos que condujo a la conciencia y al pensamiento, y, en el ámbito humano, en las tendencias éticas, estéticas y cognitivas.

Esas tendencias representan, pues, la acción inmanente del espíritu de Dios, la realización de su voluntad. Toda resistencia u oposición a ellas es una contradicción de la voluntad de Dios, un pecado.

Por eso, nuestro nacimiento no es un pecado, sino un hecho producido de acuerdo a la voluntad de Dios, al seguir nuestros padres las tendencias naturales causadas por el espíritu de Dios. Pero nuestra vida no ha aparecido para permanecer quieta en sí misma, en su imperfección, sino que debe irse transformando según sus tendencias físicas, biológicas y humanas, hacia su perfección. En cuanto opone resistencia o se aparta de esas tendencias, aparece el mal, el pecado.
Lo que persigue el espíritu de Dios es el progreso global del universo hacia Dios, de lo cual el fenómeno humano es parte esencial, pero no parece que ello exija la perfección particular de cada individuo humano. Más todavía, parece necesario que todo individuo sea desechado después de cumplir su papel infinitesimal en el gran drama. La muerte individual es una consecuencia o requisito necesario del progreso de la especie, del ecosistema, del universo.

Contra esto nos rebelamos -¿lógicamente?, ¿insensatamente?- los individuos autoconscientes. Quisiéramos ser perfectos, como Dios; o –más modestamente- quisiéramos poder vivir siempre felices.
Hay una angustia, una incomprensión, una rebelión irreprimible contra ese orden divino que así nos sacrifica.

Pero, lo que muchos no sabemos o no queremos creer, es que Dios nos comprende. Aunque seamos desmesurados e insensatos, se solidariza con nosotros. Y nos anuncia la Buena Noticia: que no sólo el universo, sino incluso los individuos mismos –nosotros- alcanzaremos la trascendencia en Él, y podremos ser felices para siempre como deseamos.
Porque Él nos ama, y no ha dudado en implicarse personalmente en nuestra redención.

¿Cómo podemos entonces desear no haber nacido? Él mismo deseó nacer por amor a nosotros. Y sólo del que lo rechazó y traicionó dijo: "más le hubiera valido no haber nacido". Pero incluso a ese traidor, y a todos nosotros –que también solemos traicionarlo-, Él nos hará "nacer de nuevo" con la gracia de su Espíritu. Nuestro anterior nacimiento será rehabilitado porque volveremos a ser como niños y entraremos riendo a retozar en las verdes praderas de su Reino.

Por eso podemos sentirnos culpables. Por desconocer su amor, por rechazarlo, e incluso retroactivamente, por no haberlo conocido. La culpa es un lujo de la conciencia, de la libertad humana. Puesto que tenemos voluntad propia, podemos sentirnos culpables de no hacer la voluntad de Dios. Y su voluntad ahora es: "amaos unos a otros como Yo os he amado". Cuando actuamos en contra de esa voluntad –o sea casi siempre-, pecamos. Y si somos conscientes de nuestro pecado, somos culpables. Y si tenemos en cuenta su gran amor, nos arrepentimos. Pero es una "feliz culpa", pues mereció tan grande redención.
"Si tu corazón te condena, Dios es más grande que tu corazón".

Una trampa para la conciencia es ignorar su culpa, negar su libertad, autojustificarse. Efectivamente, existen falsas culpas, escrupulosidades y responsabilidades producto de morales cerradas. Pero no hay confusión posible en el Evangelio: la verdadera culpa consiste en la ofensa hecha a Dios al ofender a los demás. Sólo Dios es quien nos puede justificar –no nosotros mismos- si tenemos fe y le pedimos que perdone nuestras ofensas en la medida en que "nosotros perdonamos a los que nos ofenden".
Así pues, ¿somos culpables? Pensemos en quienes hemos ofendido, y a quienes podemos estar ofendiendo, y perdonemos a los que nos han ofendido a nosotros.
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7.8.05

LA ACCIÓN DE DIOS EN EL MUNDO se realiza mediante su Espíritu, que tiene dos "momentos": el Espíritu creador –que produce la Creación-, y el Espíritu redentor –que produce la Redención.
El Espíritu creador crea el proceso cósmico, con un anonadamiento (kenosis), y una inmanencia que luego se desarrolla dinámicamente hacia la plenitud, es decir hacia la trascendencia. (Dicho esquemáticamente, desde la "nada" hacia Dios). El Espíritu guía ese desarrollo "desde dentro", dándole las "tendencias" indispensables para que progrese hacia su meta, pero sin querer determinar absolutamente cada evento, ya que eso ahogaría el proceso.

En física de la complejidad se dice que los sistemas actúan "en el borde del caos", es decir en el margen de libertad que existe en la frontera entre el caos –la indeterminación total- y la determinación absoluta. Ambos extremos son trivialidades; sólo lo que ocurre en ese "borde" puede tener realmente interés.
Por eso, la providencia del Espíritu creador quiere ser sólo una guía, una "sugerencia", para que el Universo progrese "por sí mismo"; admite, pues, el azar; actúa como "unas gotas de providencia en un mar de azar y necesidad".

Pero, aunque esa providencia es suficiente para alcanzar su fin, es decir para progresar hacia la trascendencia, tiene inevitablemente que admitir la imperfección, las resistencias, las tendencias regresivas y destructivas "hacia la nada" en cada evento, que sin embargo va venciendo en el conjunto del proceso.
Esa imperfección, vista por el individuo humano en el interior del proceso, causa el mal y el sufrimiento: un desajuste entre las ansias y los logros, que en el cuadro descrito parece inevitable, que es trágico para el individuo, pero pudiera considerarse sin importancia para el proceso global. ¿Tiene sentido que un individuo exija al Espíritu de Dios que ajuste su acción hasta eliminar o minimizar su sufrimiento? Esa exigencia parece ciertamente insensata y desmesurada.
El individuo debería aceptar que él debe ser sacrificado en aras del proceso, en último término en aras de Dios (como Isaac). Así, Dios habría creado el proceso por sí mismo, no para crear individuos felices.

Pero, si Dios es "bueno" y "todopoderoso", ¿no podría haber ajustado ese margen de libertad hasta conseguir la felicidad de todos los individuos humanos, sin caer en la determinación total que ahogaría el proceso? Suponiendo que ese margen admitiera varios universos posibles, incluso hasta una infinidad de ellos, Dios podría haber "escogido" el mejor (humanamente hablando) de ellos (eso es lo que decía Leibniz); pero, a juzgar por el sufrimiento que existe en la realidad, parece más bien que ha escogido el peor (eso es lo que decía Schopenhauer). Así son los razonamientos del individuo, pero está claro que son puramente especulativos. (Einstein decía que lo que más le había intrigado siempre era saber si Dios "pudo escoger" las leyes del Universo.)

El Espíritu redentor viene a socorrer al individuo, a liberarlo de su sacrificio en el proceso cósmico. Pero, puesto que el ser humano tiene conciencia y voluntad propias por esencia, esa liberación no puede ser impositiva, porque lo destruiría. Por eso, la acción del Espíritu redentor se efectúa respetando nuestra personalidad, preservando nuestra voluntad, dialogando con nosotros, llamándonos, convenciéndonos, seduciéndonos suavemente, de tú a tú.
Esto lo lleva Dios hasta el extremo de hacerse hombre, individuo sufriente, como nosotros, para entablar con nosotros una relación solidaria. Otra –y mayor- "kenosis", otro anonadamiento de Dios.

Habría sido trivial y destructivo que el Espíritu hubiese acabado impositivamente y "de golpe" con todo mal físico y moral. Habría acabado el mal, sí, pero también habría acabado con el proceso y los individuos. (¿Cómo puede una persona, que exige a Dios acabar con el mal milagrosamente, no darse cuenta de que eso implicaría que ella misma desapareciese?) Eso tiene que conseguirse dentro del proceso mismo y con la colaboración de los propios individuos.

Pero Dios quiso aportar mucho más: salvará a los individuos haciéndolos parte suya en el final, en la trascendencia. Entonces habrá ajustado ese "margen de libertad" del Universo, para hacer posible la felicidad humana; habrá realizado lo que el individuo insensato y desmesurado le exigía (hybris), pero lo habrá hecho por puro amor benevolente (ágape), con el "amor hasta el extremo" que lo llevó a la cruz. Y el individuo acabará por darse cuenta de la ridiculez de su exigencia, y lo único que podrá hacer será agradecer emocionadamente a su Dios.


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5.8.05

P R E G U N T A S... Y... R E S P U E S T A S

Después de la muerte:
1. Resucitaremos de una vez por todas a la vida eterna.
2. Volveremos a reencarnarnos.
3. Nos extinguiremos.
De estas tres afirmaciones, ¿cuál es verdadera? (¿una?, ¿dos?, ¿las tres?, ¿ninguna?).

Respuestas posibles (¿?) para un cristiano:
1ª.La primera, porque lo afirma el evangelio, según la tradición y el dogma.
2ª.Da igual, siempre que sirva para amarnos unos a otros y construir una sociedad justa.
3ª.No lo sé, pero espero firmemente que sea la primera, a causa de mi fe.
(¿Cuál es su respuesta?)
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La primera respuesta afirma positivamente la verdad de la resurrección a la vida eterna, apoyándose en argumentos de autoridad. Corresponde a la posición tradicionalista, que no comparto porque conlleva una pretensión de verdad absoluta que puede alentar exigencias de imposición y sumisión, como de hecho ha ocurrido históricamente. Es la "visión exclusivista".

La segunda respuesta renuncia a dar importancia a la resurrección ("da igual"), considerando que lo realmente importante es el amor a los demás y la construcción de una sociedad justa. Como si en esto último, y sólo en ello, consistiera la esencia del cristianismo. En este caso, ser cristiano no sería más que una manera particular de ser auténticamente humano, pues ese ideal de amor y de justicia es un ideal humano universal, que pueden realizar (y de hecho realizan) los no-cristianos con igual o mayor dedicación y eficacia. Es la "base común" a todas las religiones:
"Esa base común es la regla de oro, tomada no sólo como un «mínimo ético» para posibilitar la convivencia, sino como un ambicioso «máximo programa de acción común» de las religiones: asumir la liberación de la Humanidad y de la Naturaleza como la aspiración máxima a la que pueden aspirar".

Pero, ¿puede el ideal de una sociedad auténticamente humana, fraternal y justa, satisfacer completamente nuestras aspiraciones? ¡No!; pues, aunque en un futuro más o menos remoto pudiera llegar a conseguirse esa sociedad perfecta (!), sólo beneficiaría a sus miembros ocasionales –los "herederos afortunados" de la historia-, en ausencia de resurrección, dejando fuera a todas las innumerables víctimas que habrían quedado "en la cuneta", y habrían "pagado" con su sacrificio el coste de esos logros.

No se trata de que nos asuste o no nos asuste demasiado pensar en nuestra propia extinción. Se trata de que sí nos asusta y nos angustia pensar en esas ¡tantísimas! víctimas inocentes que se habrían extinguido sin obtener la justicia y la felicidad que les correspondía. Por eso, no puede darnos igual. Si somos cristianos, creemos que a Dios no le da igual, y justamente por eso se ha comprometido a salvarnos a TODOS por intermedio de Jesucristo. Sin resurrección no puede haber fe cristiana; lo afirma San Pablo:
"Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe... Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más lastimosos de todos los hombres!" (1 Corintios 15:13-14,19)

Por lo tanto, la única respuesta aceptable para mí es la tercera: espero firmemente la resurrección y la salvación de TODOS a la vida eterna, por con y en Jesucristo. Pero no quiero ni admito que esta verdad de fe –cierta con la "certeza de la fe"- sea esgrimida como verdad autoritaria absoluta para imponerla y exigirla, sino que sea una Buena Noticia para comunicar a TODOS y llenarlos de alegría y esperanza.

Queda algo muy importante que añadir. Esa fe en una resurrección a la vida eterna no puede distraernos de colaborar a construir una sociedad auténticamente humana, una "vida en plenitud" en nuestro mundo actual. Al contrario, debe darnos ánimos porque nos asegura que nuestra labor no será en vano. Como dice San Pablo:
"manteneos firmes, inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, conscientes de que vuestro trabajo no es en vano" (1 Corintios 15:58)
Y nuestra labor debe ser en común con todos los hombres y mujeres auténticos, como humildes colaboradores y servidores. Porque para ser cristiano se debe empezar por ser auténticamente humano, aunque no acabe ahí.

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Pero cuando nuestras aspiraciones son tan sumamente grandes, se plantea una objeción muy clara: toda labor parece vana, tanto si no hay resurrección como si la hay.

Si no hay resurrección, porque, por mucho que logremos, todo será destruido tarde o temprano por la corrupción y la muerte; y aunque ya no fuera así en un futuro, las vidas pasadas –víctimas que quedaron en la cuneta de la historia- serían irrecuperables.

Si hay resurrección, porque no valdría la pena dedicar tanto esfuerzo para mejorar unas vidas que, tras un corto plazo, después de acabar en su muerte, serán recuperadas y transformadas a una perfección eterna. En vez de esforzarse y trabajar duramente sería mejor aguantarse y esperar paciente y pasivamente.

Pero, hagamos "ciencia ficción": Supongamos que la sociedad humana –o sobrehumana- llega en un futuro, tal vez en miles de millones de años, a una perfección tal, a tener un poder tan inmenso que, además de hacerse imperecedera ella misma, es capaz de resucitar a todas las innumerables vidas humanas que la han precedido en la historia.
Tiene una "tecnología" tan poderosa que puede recuperar toda la información necesaria para recoger y reimplantar esas vidas e incorporarlas a su propia sociedad perfecta. ¿No es esto pensable, por fantástico que parezca?

Y tal vez –siguiendo con nuestra ficción- para incorporar debidamente a las personas resucitadas a su sociedad, preservando su dignidad (de ellas), juzgue necesario solicitarles su aceptación y colaboración, para ser sometidas al indispensable proceso de reparación e integración.
Y para eso, para que esas personas no se sientan avasalladas, aplastadas por un inmenso poder que las aniquila, la Sociedad Perfecta (S.P.) quiera presentárseles en su propia forma, en su propio nivel, solidariamente, como otro ser humano semejante a ellas.
Por eso, esa S.P., con su enorme poder, habría decidido sumergirse en el tiempo, retroceder en el tiempo hasta un determinado momento, en el cual habría engendrado un ser humano destinado a ser su representante único y pleno, capaz de conducir a los demás seres humanos a la aceptación voluntaria de su resurrección, reparación, transformación e incorporación a una vida eterna.

Entonces (¿ya se han dado cuenta hace rato, verdad?) esa Sociedad Perfecta ES DIOS. El Dios cristiano.

Alguien puede objetar: Sí, tal vez sea Dios redentor, pero ¿es Dios creador?
Ahora tenemos que pensar en que esa S.P. definitiva, imperecedera, ha sido la meta, la única razón de ser del proceso histórico e incluso del proceso cósmico. Porque para llegar a ser así de perfecta ha debido desarrollar hasta el fin todas las potencialidades del universo, ser el pleno cumplimiento de todas las tendencias humanas, biológicas y físicas, ser la satisfacción completa de todas las necesidades, aspiraciones y capacidades del universo.

En suma, tiene que ser la culminación, la consumación, la completitud, la realización más acabada posible del cosmos entero. El cosmos ha debido existir sólo por y para ella.
Esa S.P. es, así, el fundamento y razón del universo, y lo trasciende, más allá de sus límites y dimensiones, más allá del tiempo y del espacio.
El tiempo y el espacio son dimensiones internas del universo, no marcos absolutos. Para contemplar y comprender la realidad debidamente tenemos que hacer un gran esfuerzo de imaginación, escapar de esta condición espacio-temporal natural propia de nuestro conocimiento normal –el plano "noético"- y pasar a pensar en términos absolutos, propios del verdadero "ser" de las cosas –el plano "óntico". En este plano óntico, en el "tiempo óntico", el fundamento y razón de algo precede necesariamente a ese algo; por lo tanto, la S.P. precede ónticamente al universo, le da existencia y sentido, es su creadora.

Ahora, pues, cuando unimos este razonamiento al anterior, afirmamos:
¡La S.P. ES DIOS, CREADOR Y REDENTOR!

¿Es "ciencia ficción" o "ciencia real"?
Si es ciencia real, entonces nuestra labor humana, por infinitesimal que sea, forma parte de la acción creadora y redentora de Dios mismo. Aunque haya resurrección, es una labor necesaria para que pueda haber creación y redención. Tenemos, pues, una gran responsabilidad: nuestra labor no es en vano.

Pero aún hay más. Otra objeción sería: ¿No hemos considerado igualmente, sin pretenderlo, que el fundamento y razón de ser del mismo Dios, es el universo, el proceso cósmico? Hablando siempre en el plano óntico, Dios no puede ser concebido únicamente en términos de ser el creador y redentor del universo. Su ser tiene que ser absoluto, previo e independiente; realmente trascendente.

Por eso, hablando "ónticamente", debemos afirmar que "en el principio" sólo era Dios. Dios era el Todo. Y debemos pensar que Dios decidió anonadarse, vaciarse de sí mismo en un punto de sí para dar lugar al universo: una "nada" que, impulsada por la acción impetuosa y voluntariamente moderada del espíritu de Dios, va deviniendo, desarrollándose paulatinamente para restaurar el Todo.
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4.8.05


I N D I C I O S
de que el Dios de la Biblia es el Emergente Final –la Novedad Última-, y de su plan de redención.
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Bien sé yo que mi Defensor vive, y que él, el Último, se levantará sobre la tierra.
Job (19:25)
Defensor: Redentor. Se levantará sobre la tierra: emergerá del Universo.
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Y el día séptimo descansó Dios de toda la labor que había hecho.
Génesis (2:2)
Día séptimo: final del proceso. Descansó Dios: emergió Dios.
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Dios se manifiesta a Moisés en el monte Sinaí (u Horeb), en medio de una zarza, o arbusto, que arde sin consumirse.
(Éxodo 3:1-6)

Entonces Dios dijo: "He visto ciertamente la esclavitud de mi pueblo en Egipto.
Los he oído pidiendo ayuda a gritos por culpa de sus capataces.
Sí, soy bien consciente de sus sufrimientos.
Y he bajado para rescatarlos de manos de los egipcios y llevarlos a una tierra buena y espaciosa, que mana leche y miel".
(Éxodo 3:7-8)

Dios encomienda a Moisés la misión de liberar al pueblo israelita de la esclavitud en Egipto, y se da a conocer como el Dios de los antepasados, que ahora revela su nombre: "ehyeh'asër'ehyeh", que dicho en tercera persona es: "YHWH".
(Éxodo 3:9-15)

Monte Horeb: metáfora del proceso cósmico.
Zarza ardiente: el "arbusto" de la evolución, cuya savia es el fuego del espíritu de Dios.
ehyeh'asër'ehyeh: seré el que seré. ("Soy el que será", en vez del tradicional "soy el que soy").
YHWH: יהוה Yahvéh: El que será. (Tetragrámaton).
Pueblo de Israel: Todos los individuos humanos de todos los tiempos.
Esclavitud en Egipto: condición humana individual, sufriente y mortal, ínfima y efímera, en el Proceso.
Tierra prometida: la "vida eterna" con Dios.

Así pues, "Yahvéh, en la cima del monte Horeb, se propone liberar a los israelitas de su esclavitud en Egipto para llevarlos a la Tierra Prometida", debe interpretarse como: "El-que-será, desde su trascendencia en la cúspide del proceso cósmico, se propone salvar a todos los humanos de su condición temporal y mortal, para darles la vida eterna con Él".
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Yo seguía contemplando en las visiones de la noche:
Y he aquí que en las nubes del cielo venía como un hijo del Hombre.
Se dirigió hacia el Anciano y fue llevado a su presencia.
A él se le dio dominio, honor y reinado, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron.
Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás.
(Daniel 7:13-14)

Hijo del Hombre: bar nasha: hijo de la Humanidad, individuo humano, ser humano.
Anciano: Dios, Yahvéh, El-que-será.
Reino eterno: la vida eterna, el reino de Dios.
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Iban de camino subiendo a Jerusalén, y Jesús marchaba delante de ellos; ellos estaban sorprendidos y tenían miedo. Tomó otra vez a los Doce y se puso a decirles lo que le iba a suceder: "Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, y se burlarán de él, lo escupirán, lo azotarán y lo matarán, y a los tres días resucitará"
(Marcos 10:32-34)

Entonces se levantó el Sumo Sacerdote y poniéndose en medio, preguntó a Jesús: "¿No respondes nada? ¿Qué es lo que éstos atestiguan contra ti? Pero él seguía callado, sin responder. El Sumo Sacerdote le preguntó de nuevo: "¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?" Jesús respondió: "Sí, yo soy, y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Poder y venir entre las nubes del cielo"
(Marcos 14:60-62)

El Hijo del Hombre: es Jesús, quien prefiere este título al de Mesías. Es el "individuo humano" por antonomasia, pero también el Cristo, el Hijo del Bendito, el "ungido" de Dios.
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Tomó Abraham la leña del holocausto, la cargó sobre su hijo Isaac, tomó en su mano el fuego y el cuchillo, y se fueron los dos juntos. Dijo Isaac a su padre Abraham: "¡Padre!" Respondió: ¿Qué hay, hijo?" –"Aquí está el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto? Dijo Abraham: "Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío." Y siguieron andando los dos juntos.
Llegados al lugar que le había dicho Dios [el monte Moria], construyó allí Abraham el altar y dispuso la leña; luego ató a Isaac, su hijo, y lo puso sobre el ara, encima de la leña. Alargó Abraham la mano y tomó el cuchillo para inmolar a su hijo.
Entonces lo llamó el Ángel de Yahvéh desde los cielos diciendo: "¡Abraham, Abraham!" Él dijo: "Héme aquí." Dijo el Ángel: "No alargues tu mano contra el niño, ni le hagas nada, que ahora ya sé que tú eres temeroso de Dios, ya que no me has negado tu hijo, tu único hijo" Levantó Abraham los ojos, miró y vio un carnero trabado en un zarzal por los cuernos. Fue Abraham, tomó el carnero, y lo sacrificó en holocausto en lugar de su hijo. Abraham llamó a aquel lugar "Yahvéh provee", de donde se dice hoy en día: "En el monte ‘Yahvéh provee’".

(Génesis 22:6-14).

Isaac, hijo de Abraham: el individuo humano, hijo del Hombre.
Atado en un monte para ser sacrificado por orden de Yahvéh: atrapado por su condición humana, ínfima y efímera, en el proceso cósmico, para ser víctima en aras de Dios, meta de ese Proceso.
Isaac es salvado del holocausto por el Ángel de Yahvéh: el individuo humano es redimido de su sacrificio en el Proceso, por el espíritu de Dios.
El Ángel de Yahvéh sustituye a Isaac por un carnero, que Él provee: Dios redime al individuo humano solidarizándose con él mediante el sacrificio de su representante auténtico, su cordero inocente, su Hijo Jesucristo.
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